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sábado, 4 de agosto de 2012

Oscar Peña reacciona con energía ante la presencia de generalotes entre los narcotraficantes de México. compara con Bolivia tiempos de García Mesa y previene de lo que está pasando. muy bien por Oscar, hacía tiempo que no era tan claro y contundente


Se nos está agotando la capacidad de sorpresa. Los excesos de que es capaz el narcotráfico atropellan —y, lo que es más grave, las derriban— las fronteras de lo inconcebible para la ejecución de sus siniestros propósitos criminales. Matan sin piedad y sin importar que caigan inocentes en la siega de vidas con tal de lograr la eliminación de sus enemigos o de ajustar cuentas con sus propios socios que hubieran sucumbido a la tentación de pensar más en sí mismos que en los nefastos jefes de las bandas a las que pertenecen que, sin exagerar, son dueños de sus cuerpos, de sus almas, de sus familias, de sus lealtades y hasta de sus más recónditos pensamientos.
Ahora, ya sin asombro, venimos a enterarnos que en este ejército de las tinieblas pasan revista altos jefes militares —¡algunos generalotes incluidos!— corroídos, como tantos otros hombres, por la codicia que no se detiene en el crimen en su afán de amasar riqueza mojada con sangre y mancillada con la irremediable descomposición del cuerpo espiritual y social de las naciones. Lo que acaba de desvendarse en México es un grito de alerta a todos los países donde prospera el narcotráfico, el nuestro incluido.
Es aconsejable recordar que algo de esto ya tuvimos cuando se apoderó del gobierno boliviano la dictadura que encabezaron Luis García Meza y Luis Arce Gómez, quienes ahora pagan todas sus culpas con condenas a 30 años sin posibilidad de reversión en la cárcel de Chonchocoro. La “dictadura del narcotráfico” fue apodada en el ámbito internacional. Y no les faltaron razones a los preocupados calificadores. Esa oscura etapa de nuestra historia reciente nos deja una lección que hay que repasar para no olvidarla: lo peor, desde luego, es el narcotráfico y su secuela de horrores, pero no debe perderse de vista que el tráfico de drogas sólo prospera en un campo asolado de derechos humanos. Lo sabemos. Lo hemos sufrido en carne propia.
La realidad del narcotráfico es en verdad alarmante en Bolivia. Puede ser que la inquina política  la tatúe con rasgos exageradamente profundos, pero lo evidente es que el problema existe, que se agrava sin pausa y que puede conquistar avanzadas de las que no será tarea fácil desalojarlas. Hay que tomar las medidas drásticas que corresponda ahora que todavía es tiempo. Los síntomas de la enfermedad nos son revelados a diario a través de la prensa que da cuenta del hallazgo de fábricas clandestinas de cocaína, de la extensión de las redes encargadas del tráfico interno y externo y de la presencia inocultable de narcotraficantes extranjeros.
La responsabilidad del Gobierno en este campo es indelegable e intransferible. Sus políticas tienen que ser más eficaces y sus acciones punitivas mejor planificadas. Uno de los aspectos más inquietantes es el aumento de la producción de hoja de coca, cuyos volúmenes sobrepasan en mucho los requerimientos del uso y consumo tradicionales de la hoja. Un control más riguroso y resultados positivos en  la reducción de la producción, son impostergables. Esta última es una responsabilidad personal del Presidente del Estado Plurinacional, con mayor énfasis ahora que ha sido ratificado como dirigente máximo de las seis centrales cocaleras del Chapare.

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