El poder económico y político de las organizaciones vinculadas al tráfico de cocaína ya no puede seguir siendo soslayado por los gobiernos de la región
Un reportaje publicado en la edición del pasado lunes del diario La Nación de Buenos Aires bajo el título “Aguas Blancas, casi un agujero negro”, llama la atención sobre un asunto que, aunque no es nuevo, ha adquirido durante los últimos tiempos una dimensión que ya no podía pasar por más tiempo desapercibida en círculos políticos, policiales y periodísticos en el país vecino.
Se trata, como era de temer, de la proliferación en territorio argentino de actividades relacionadas con la comercialización de cocaína.
Si bien la investigación periodística que comentamos concentra su atención en la localidad de Aguas Blancas (Salta), vecina a la ciudad boliviana de Bermejo, de la que la separan las aguas del río del mismo nombre, por donde pasaría alrededor del 20 por ciento de la cocaína que llega a Argentina, lo observado en la zona, según los testimonios recogidos, no es más que un reflejo de lo que ocurre en otros pasos fronterizos, como el de Salvador Mazza. Y dada la frecuencia con que se conocen informaciones relativas a cuantiosas incautaciones en territorio argentino de cocaína proveniente de Bolivia, no hay por qué dudar de la veracidad de los resultados de la investigación periodística.
El asunto, alarmante de por sí, lo es más aún si se considera que la gran fluidez con que en la zona fronteriza operan las organizaciones dedicadas al comercio mayorista de cocaína es posible porque buena parte de las instituciones encargadas de hacerles frente, a ambos lados de la frontera, estarían ya directa o indirectamente involucradas en el negocio o, en el mejor de los casos, neutralizadas.
En efecto, según la investigación periodística que comentamos, el poder de las organizaciones narcotraficantes habrían llegado ya al punto en el que “los jefes de las bandas de narcotraficantes amenazan a jueces federales, reclutan a policías y gendarmes y hasta a políticos para poder controlar el paso de la cocaína producida en Bolivia hacia los grandes centros urbanos del país y, de ahí, hacia Europa”.
Un dato más alarmante aún es el que se refiere a la presencia en la zona fronteriza de grupos colombianos que estarían llevando el negocio a una nueva dimensión. Son tan grandes los volúmenes de cocaína involucrados en las transacciones, que no es difícil suponer que es igualmente grande el poder económico que se genera a su alrededor y todo lo que ello implica en términos de corrupción, extorsión, reclutamiento y sometimiento de autoridades gubernamentales, judiciales, policiales, además de empresarios y políticos, y de todo el aparato estatal.
El asunto, como es evidente, no puede ser visto con desdén y tampoco puede durar indefinidamente la inclinación a subestimarlo. La larga experiencia de Colombia, y la que ahora están sufriendo México y prácticamente toda Centroamérica, deben servir tanto a Bolivia como a Argentina como advertencia sobre la magnitud de los peligros que se incuban al calor de uno de los más lucrativos negocios del mundo actual, de modo que no sea cuando ya el problema esté fuera de todo control que se busque la manera de afrontarlo.
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