Recientes noticias de prensa han dado cuenta de la detención de un expendedor de droga al raleo que operaba en la cercanía de colegios cruceños. Este tipo de señal, que a menudo pasa desapercibida, o bien no se le ha dado la trascendencia que le corresponde, se está convirtiendo en un incómodo fenómeno cotidiano, y muy peligroso, en los diferentes departamentos del país. Por una parte, porque la presencia de estos expendedores al raleo en los colegios implica elevado riesgo para la salud mental y física de la niñez y juventud del país. Por otro lado, significa la nefasta expansión del narcotráfico. Pero el mayor peligro radica en pretender ignorar esta acuciante realidad.
Pese a las reiteradas advertencias de organismos internacionales relacionados con la lucha contra el narcotráfico sobre la presencia de cárteles mexicanos y colombianos en territorio boliviano, las autoridades nacionales se han empeñado en desmentir tal extremo. Quizás en ello haya cierto recelo político para evitar la etiqueta de país narcotraficante, pero también hay que considerar que a falta de pruebas contundentes, el Gobierno se está limitando al alcance de sus informaciones de inteligencia. El propio presidente Morales ha llegado a afirmar que no sabe a ciencia cierta sobre la presencia de cárteles colombianos, no obstante la afirmación de la canciller colombiana Holguín.
La diplomática colombiana ha sido clara en señalar que los cárteles colombianos ya están en Bolivia. Aunque no ha dado nombres, ha expresado también la predisposición de su país a la colaboración bilateral en la lucha contra el narcotráfico, justamente para combatir esta amenaza. En otras palabras, la advertencia sobre la presencia de narcotraficantes de peso en el país, producto del desbande colombiano, no puede ni debe tomarse a la ligera. La sola expresión de la creciente delincuencia común en la capital cruceña y la detención de súbditos de ese país en operativos antinarcóticos ya debería haber hecho saltar las alarmas. Estos indicios son, por lo menos, muy sugestivos
El hecho que el expendio de drogas “al menudeo” en los colegios se esté convirtiendo en noticia cotidiana viene a resultar en una enorme preocupación y creciente desafío para los padres de familia, que necesitan no solo de orientación para abordar el tema y evitar la adicción a las drogas por parte de sus hijos, y de la imperativa labor de prevención en su asistencia a los núcleos educativos. La magnitud de los esfuerzos requeridos choca frontalmente con la complejidad de la lucha cotidiana por asegurar el sustento familiar por parte de progenitores que carecen del tiempo de calidad para ayudar a sus hijos. De ahí que gran parte del peso recae en los educadores y autoridades.
Los propios maestros se han dado cuenta que la proliferación de pandillas peligrosas tiene relación con el aumento de la drogadicción y su presencia en los establecimientos educativos. Los efectivos antinarcóticos resultan insuficientes para frenar a los expendedores y menos para detener a los llamados “peces gordos”. Ante tal perspectiva, lo menos que corresponde hacer es asumir que poderosas organizaciones ligadas al crimen y narcotráfico están tomando el control de la producción, tráfico y comercialización de sustancias prohibidas, además de introducirse en la vida social y económica de la población. Por ello, urge asumir la dimensión de este otro gran peligro.
Pese a las reiteradas advertencias de organismos internacionales relacionados con la lucha contra el narcotráfico sobre la presencia de cárteles mexicanos y colombianos en territorio boliviano, las autoridades nacionales se han empeñado en desmentir tal extremo. Quizás en ello haya cierto recelo político para evitar la etiqueta de país narcotraficante, pero también hay que considerar que a falta de pruebas contundentes, el Gobierno se está limitando al alcance de sus informaciones de inteligencia. El propio presidente Morales ha llegado a afirmar que no sabe a ciencia cierta sobre la presencia de cárteles colombianos, no obstante la afirmación de la canciller colombiana Holguín.
La diplomática colombiana ha sido clara en señalar que los cárteles colombianos ya están en Bolivia. Aunque no ha dado nombres, ha expresado también la predisposición de su país a la colaboración bilateral en la lucha contra el narcotráfico, justamente para combatir esta amenaza. En otras palabras, la advertencia sobre la presencia de narcotraficantes de peso en el país, producto del desbande colombiano, no puede ni debe tomarse a la ligera. La sola expresión de la creciente delincuencia común en la capital cruceña y la detención de súbditos de ese país en operativos antinarcóticos ya debería haber hecho saltar las alarmas. Estos indicios son, por lo menos, muy sugestivos
El hecho que el expendio de drogas “al menudeo” en los colegios se esté convirtiendo en noticia cotidiana viene a resultar en una enorme preocupación y creciente desafío para los padres de familia, que necesitan no solo de orientación para abordar el tema y evitar la adicción a las drogas por parte de sus hijos, y de la imperativa labor de prevención en su asistencia a los núcleos educativos. La magnitud de los esfuerzos requeridos choca frontalmente con la complejidad de la lucha cotidiana por asegurar el sustento familiar por parte de progenitores que carecen del tiempo de calidad para ayudar a sus hijos. De ahí que gran parte del peso recae en los educadores y autoridades.
Los propios maestros se han dado cuenta que la proliferación de pandillas peligrosas tiene relación con el aumento de la drogadicción y su presencia en los establecimientos educativos. Los efectivos antinarcóticos resultan insuficientes para frenar a los expendedores y menos para detener a los llamados “peces gordos”. Ante tal perspectiva, lo menos que corresponde hacer es asumir que poderosas organizaciones ligadas al crimen y narcotráfico están tomando el control de la producción, tráfico y comercialización de sustancias prohibidas, además de introducirse en la vida social y económica de la población. Por ello, urge asumir la dimensión de este otro gran peligro.
Corresponde asumir que poderosas organizaciones ligadas al crimen y narcotráfico están tomando el control de la producción, tráfico y comercialización de sustancias prohibidas, además de introducirse en la vida social y económica de la población.
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