La sorpresiva decisión presidencial de sustituir nuevamente al Comandante General de la Policía Boliviana, sólo seis meses después de haber posesionado al anterior, ha vuelto a poner en evidencia la gravedad de la crisis en que está sumida la institución.
Una vez más, como todas las anteriores, se ha escenificado un solemne acto de posesión en el que han abundado los discursos referidos a la necesidad de combatir la corrupción policial. El nuevo comandante, como todos sus antecesores, ha hecho derroche de vehemencia al proclamar su firme decisión de cumplir con éxito la misión en la que todos sus antecesores fracasaron, repitiendo así una escena que ya está tan desacreditada que no da motivos para esperar mejores resultados que los ya conocidos.
Un dato que alimenta el escepticismo con que es recibido cada nuevo cambio en la cúpula policial, con sus consabidos anuncios de reforma y depuración, es la suerte que corrieron los antecesores del comandante actual y sus respectivos planes de regeneración institucional. Ninguno de ellos pudo desarrollar una iniciativa que merezca ser reconocida; más bien, sus breves gestiones aumentaron el descrédito que pesa sobre la institución policial.
Es verdad que muchos de los excomandantes están actualmente procesados, acusados de haber incurrido en diversos delitos durante el ejercicio de sus funciones, lo que podría ser visto como una muestra de la drasticidad y seriedad con la que se quisiera luchar contra la corrupción. La realidad, sin embargo es otra, pues son tantos los lastres que se arrastran que se duda ya de toda retórica remoralizadora.
Tan flagrante falta de correspondencia entre las buenas intenciones y los actos que una y otra vez las desmienten, por lo repetitiva que es, no puede atribuirse a deficiencias éticas individuales. Es, más bien, una expresión de la naturaleza, magnitud y profundidad de la descomposición institucional en que está sumida la Policía Boliviana.
Probablemente una de las principales causas de tal debacle, que son muchas y muy complejas, es la facilidad con que se omiten los reglamentos internos, mandatos legales y hasta constitucionales a la hora de hacer las designaciones, distribuir ascensos y destinos. La ligereza con que se eliminó a toda una generación de generales para ceder su lugar a coroneles, es un ejemplo de lo dicho.
Como no podía ser de otro modo, la contrapartida de esa manera arbitraria de actuar es la falta de decoro con que las autoridades policiales confunden la lealtad que le deben al Estado con el sometimiento y servilismo con que retribuyen a quienes les brindan el cargo y sus privilegios, como si de una dádiva se tratara. Así, no es sorprendente que la Policía haya llegado a los actuales niveles de degradación institucional.
Pese a ello, siempre estará latente la esperanza en que sus mejores exponentes puedan, finalmente, reencauzar esta vital institución nacional a la que se ha confiado nada menos que la misión de “defender la sociedad y la conservación del orden público, y el cumplimiento de las leyes”.
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